«Hacemos del disgusto una cuestión personal que cada uno lleva como puede». Esta reflexión sirve de resumen de la columna que firma hoy Enric González, y que me ha animado a escribir sobre una experiencia personal reciente. Enric González lamenta el bajo perfil contestatario de la sociedad actual, especialmente de los jóvenes, cada vez más interconectados a sus Twitter y sus blogs donde «cada uno cuelga o vomita su texto o su comentario iracundo y ahí nos quedamos: en el mejor de los casos, un mosaico de desahogos; en el peor, un océano de conformismo nihilista».
Hace unos días entré en un banco para interesarme por un préstamo. Me ahorraré los detalles sobre las reflexiones en voz alta que me hizo el encargado de banca, del estilo «el sentido común nos obliga a tomar precauciones». Las precauciones, para mi caso, se resumían en que si yo le pedía al banco donde tengo domiciliada mi nómina un préstamo al consumo de 6.000 euros para devolver en dos años, esos 6.000 euros se convertían en 7.500 euros: el resto hubiera sido el margen de ganancia del banco. El cálculo lo hice allí mismo, también en voz alta, delante del encargado de banca. Antes de darle los buenos días y levantarme, este señor tuvo a bien regalarme una última observación: «Quizás te parecen unos intereses elevados porque nunca te has visto en la obligación de pedir un préstamo». A mí aquello me sonó a ya nos veremos otro día, forastero.